Mi racha ganadora ya estaba empezando cuando tuve que oírla una vez más.
─¡Señora Emperatriz! ¡No olvide su pastilla!
Era Felicia, mi enfermera.
Cómo cansa escuchar siempre lo mismo de esta pordiosera: cree que por ser mi enfermera tiene derecho a considerarme una enferma las veinticuatro horas del día. Yo, que le compro prendas para que disimule ese absurdo uniforme de color blanco y no haga tanto el ridículo, yo que la trato bien, y aun así no deja de comportarse como una pobre enfermera. Si de algo estoy enferma es de verla a mi lado.
Pero es astuta, debo reconocerlo. Hace conmigo lo que le conviene. No le importa contarle a la mayor de mis hijas sobre mis extravagancias, pero nunca le confiesa las veces que nos escapamos juntas al casino para pasar el rato y distraernos. Y, por supuesto, nunca le dice nada del dinero extra que ella obtiene en las máquinas. Como es lo que está sucediendo precisamente en estos momentos.
Por mi lado, yo intento distraerme para no tener que ver su rostro de felicidad: me concentro en mi propia ansiedad. Quiero ganar el gran premio de la noche y callarle la boca aunque sea por un instante a esta insignificante mujer.
─¡Señora Emperatriz! ¡No olvide su pastilla! ─vuelve a repetirme sin despegar los ojos de la máquina tragamonedas.
─¡Ya, por favor! ¡Ya córtala con eso de la pastilla! ─le suelto.
Dejo a un lado el pequeño postre que me trajo una de las azafatas: me gusta pero no debe distraerme de mi objetivo. Aquí no se viene a comer. Es más, prefiero pensar que un poco de esa golosina cerca de mi máquina podría endulzar mi suerte y hacerme ganar. Así vivo mi vejez: con tantas creencias, renuncias y privaciones. Así se empieza esta etapa de la vida, donde lo más volátil son nuestros ideales de toda la vida: años y años esforzándote a seguir creyendo lo mismo.
Ahora bien, en este lugar me atienden como a una reina. O más bien dicho, como a una «emperatriz». Hasta tengo movilidad gratuita para mi casa en las madrugadas, y junto a otras compañeras del vicio me las arreglo para que, por lo menos una vez al mes, nos tomemos unos tragos y fumemos algunos cigarrillos. Sinceramente yo creo que estar aquí me ayuda a mantener controlada la presión arterial.
─Pero señora, recuerde lo que le dijo el médico ─me insiste Felicia mientras sigue pulsando el botón de giro de la máquina de reinas y reyes.
Ahhh, esa imagen de la reina Isabela es maravillosa. Me recuerda a mí de joven: espléndida, sonriente y glamorosa. Me gusta este juego porque, cada vez que aparecen todas «Las Isabelas» en la pantalla, todo parece iluminarse y se anuncia ─con toda la estridencia de la que son capaces estos aparatos─ que acabo de ganar el premio de la noche. Cuando eso sucede, a los demás jugadores no les queda otra que aplaudirme.
─¡Ganaste Emperatriz! ¡Ganaste una vez más!
─¡Bien, Emperatriz! ¡Te lo mereces!
Solo unos cuantos todavía me reconocen de mis años mozos en la televisión y el teatro. Pero, por supuesto, el joven servicial que distribuye los postres y bocadillos en el lugar no sabe quién soy ni podría imaginarse cómo era yo hace unas décadas. ¿Por qué no había muchachos como él en mis épocas? Alto, delgado, solícito, tan coqueto y engreído conmigo, sonriente todo el tiempo, como un buen amante. Así me gustaron siempre los hombres. Y si su función es mantenernos alegres a todas las mujeres del casino, yo se lo agradezco y recompenso: se gana una propina cada vez que me hace un masaje en la espalda con esas manos de arqueólogo. Puffff. Un amante así en mis años de la televisión y habría sido la actriz más envidiada a nivel nacional.
La pregunta del millón es cómo es que yo no conocía este tipo de lugares cuando joven: en una noche habría ganado más dinero de lo que sacaba en un par de buenas temporadas de teatro.
─¡Hoy toca la dieta de las frutas! ─grito yo como si acabara de recordar algo.
Felicia ya sabe a qué me refiero. Es hora de cambiar de máquinas e irnos a los juegos con imágenes de frutas: los dibujitos de arándanos, sandías, cerezas y fresas pagan mucho ante las apuestas bajas. Por supuesto, antes de abandonar «La Isabela» le dejo colgado el cartel de MÁQUINA RESERVADA. No quiero que nadie se nos adelante.
¿Este es un mejor juego que el anterior? Tampoco, no es para tanto. Pero me permite matar el rato hasta la medianoche, que es el momento cuando se realiza el sorteo diario, y hoy corresponde el del auto cero kilómetros. Por eso, mientras yo pierdo dinero intentando acumular puntos para el sorteo del premio mayor en una máquina, Felicia me ayuda con la que tengo al lado con una apuesta mínima: siempre le colocamos veinte centavos, lo cual no me hace pobre ni a ella rica. Jajaja. Esta última frase me provoca risa. Lo importante es conseguir más cupones y más opciones para el sorteo. Cada año juro y vuelvo a jurar que si gano el auto me retiraré del vicio, pero sigo al acecho. Hasta ya he cambiado de enfermera dos veces desde que me detectaron la diabetes, pero igual sigo a la espera de mi premio, toda fiel. Aunque, sí, claro, dado mi estado actual el único gran premio al que yo debería aspirar es a que alguien encuentre la maldita cura para mi enfermedad.
─Señora, no es por insistir, pero recuerde lo que le dijo el médico… ─dice ahora Felicia en voz baja. La quedo mirando y pienso que el día que considere que esta enfermera me trae mala suerte, la despediré.
─No es necesario que me recuerdes lo que dijo el traumatólogo ─le respondo mientras presiono el botón de juego automático: ya me da pereza estar pulsando a cada instante.
─Se llama endocrinólogo ─me corrige la atrevida, y luego suelta una risita.
─¡Yo lo llamo como quiero! ─le digo cogiéndola del brazo─. Y le llamo traumatólogo porque con cada consulta solo pretende traumarme.
Y en esta parte creo ser muy sincera. Cada día, al despertar, antes de mirar el reloj despertador, pienso lo mismo: sigo con la maldita diabetes. Esta cosa no se cura como un resfrío. De poco me sirve saber que es un mal hereditario si no tiene cura. Más bien es un tormento saber que esto se lo podría estar transmitiendo a mis hijas, tan guapas ellas. ¡Vaya herencia que les dejo!
A veces me consuelo pensando en que mi vicio en el casino también es por eso: porque trato de sacar algo de dinero extra para que, una vez que yo esté bien enterrada, mis herederos descubran algún pequeño ahorro debajo de mi colchón que les pueda servir. Porque yo no quiero que vivan con el recuerdo de una abuela olvidada, triste y enferma enganchada por el resto de sus días a las pastillas de Metformina: desayuno, pastilla de «metfor», al almuerzo, otra «metfor», una comida o un antojo, una más. ¡Qué vida esta!
Maldición, cada vez que pienso en estas cosas, la máquina no paga. Me mentalizo: debo pensar en algo positivo para llamar a la buena fortuna. Me funciona mucho pensar en mis nietos. Pero hoy, no sé por qué, sus rostros se entremezclan con todos los médicos que he visitado. Y yo les tengo pavor. Una vez, un doctor me dijo que llegaría un momento en que yo tendría en mi bolsillo más pastillas que monedas. Qué ironía para una jugadora compulsiva. No, hoy día apelaré a los recuerdos de mis buenas épocas, de cuando me hacían entrevistas en los canales: tiempos en lo que yo no sabía lo que me esperaba.
La máquina sigue en juego automático.
Por un instante caigo en un profundo delirio donde no tengo esta enfermedad. Me olvido de que estoy en lugar lleno de gente y ruidos repetitivos. Su alfombra se me antoja como un prado verde, y me siento feliz con algo de música de fondo.
De pronto, la pantalla de la máquina me muestra una línea completa de sandías. Aparece la estrella, aparece el comodín, el comodín absorbe a todas las sandías, y toda la pantalla se convierte en sandías. ¡Wow, me siento eufórica! Aumento la apuesta, sé que estoy con suerte. Y una vez más, vuelvo a ganar. Ahora sí grito.
─¡Línea completa de siete! ─digo y alzo los brazos en señal de victoria.
─¡Señora Emperatriz, lo hizo otra vez! ─me dice Felicia con rostro de sorpresa.
Pobre, mi enfermera, en realidad su compañía me trae fortuna: creo que yo le robo su energía. Me da igual, su trabajo implica algo de eso. Hoy me corresponde mil quinientos dólares. No está mal. Con esto alcanza para un viaje no muy lejos, o para la mensualidad de la universidad de uno de mis nietos. Lo mejor de todo es que ganar un premio de este calibre me garantiza más tickets para el auto. ¡Fenomenal!
─Señora, ¿gusta servirse algo de tomar? ─me ofrece mi muchachito Adonis.
Yo acepto un vaso con agua mineral y me quedo mirándolo mientras lo veo alejarse. ¿Pero es que creen que soy estúpida? ¿Creen que no me doy cuenta de que con sus servicios intentan atornillarme a una máquina y volver a apostar todo lo que he ganado? Ay, niños. Quizá lo único bueno de ser vieja es que te percatas de estos juegos sucios. Pero yo soy más astuta. Dejo de pulsar el botón de mi máquina y me concentro en el de Felicia.
Entonces sucede. Al girar mi cuerpo doy un ligero toque al vaso, y listo, es suficiente para que se vaya al piso.
─¡Ayyyy, cuidado! ¡Cuidado con mis piernas porque soy diabética! ¡Maldición!
─¡Señora! ¡Se ha cortado, señora! ¡Tenemos que ir a la clínica! ─grita Felicia, alarmada al ver mi vestido mojado y gotas de sangre en mis pies.
Intento calmarme. Rápidamente tomo conciencia de que estoy haciendo un escándalo y que eso no es bueno para nadie, sobre todo para mí, que pretendo ganar el premio mayor.
─Cállate, no hagas tanta alharaca ─le digo─. Escúchame bien: ve donde una de las azafatas y pídele papel higiénico y un trapo para limpiar todo esto. Trata de no llamar la atención más de la cuenta.
Felicia me mira con perplejidad pero sabe que debe obedecer y desaparece. Qué puede saber esta mujer, si al final no es más que una empleada doméstica vestida como enfermera. Qué puede saber ella sobre mi estado de salud y si mis heridas son profundas o superficiales: no es más que un loro que solo sabe repetir las recomendaciones del médico y las instrucciones de mis hijas. No tengo por qué hacerle caso, no puedo perderme el premio del auto, solo falta media hora para eso, no puedo… Un maldito corte no me va a matar, no me estoy desangrando…
─Señora, debemos ir a la clínica, por favor, tiene que hacerse ver…
Felicia ya está aquí. Le digo que no y que se siente a mi lado. El personal de limpieza del local ya está recogiendo los trozos de vidrio esparcidos a nuestro alrededor.
─Yo no me puedo ir. Recuerda que prometiste acompañarme hasta la medianoche ─le digo─. No puedo perderme el sorteo.
─Pero señora, déjele sus tickets a otra persona para que juegue por usted. Eso se puede solucionar…
─¡No insistas, tú no sabes nada! Las reglas del casino dicen que el premio del sorteo solo se comparte con los clientes presentes. Aquí no hay sustitutos de nadie.
A solo unos cuantos metros de donde estamos, el automóvil cero kilómetros del año emite destellos por los reflectores que lo iluminan. Ese auto, tan reluciente y con asientos de cuero, caja automática, es lo ideal para alguien como yo, es lo ideal para hacerme olvidar de que estoy tan enferma. Solo se trata de esperar un poco más, unos cuantos minutos, una pequeña herida no me puede hacer tanto daño, más daño me haría saber que perdí el sorteo. ¡Es mi noche, maldita sea! ¿Cuántas veces uno puede sacar «sietes» en toda una línea? ¡Nunca! Yo lo sé, yo lo sé, mi siguiente premio será el auto. Y si no gano, al menos sabré que alguien con menos opciones y puntos que yo se llevó el premio mayor gracias a mi ausencia. Porque eso sí sería mi peor ataque al corazón: despertar y saber que no gané por la maldita azúcar.
[Relato parte del libro Máquina reservada]
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