Los besos robados
En mi adolescencia no tenía amigos. Tenía compañeros y colegas. Pero también tenía ángeles que me acompañaban de una u otra forma. Mi primera amiga era Fiorella, una pequeña de ojos verdes con quien luego de jugar conversábamos casi todos los días. La conocía desde que ella tenía seis años. Era mi vecina, pero en nuestra adolescencia no solo era mi amiga sino alguien mucho más importante en mi vida, mi cómplice. Con tres años menos que yo tenía más amigas que uno. Siempre trataba de presentarme a alguna de ellas.
Cierto día apareció con una amiga de cabello castaño claro en el lugar donde jugábamos básquet en el parque Villalobos. En complicidad con sus bonitos ojos, ella era capaz de llamar la atención de esos jugadores que solo corrían y competían en mi contra en aquel juego. Cuando me percaté de la presencia de la nueva chica decidí realizar mi mejor jugada y aprovechar que el otro equipo se encontraba distraído con su visita. Esa pudo ser la histórica jugada por la cual sería ovacionado durante mucho tiempo. De esa manera mis compañeros de juego olvidarían aquellas mil formas y maneras de recordarme mis tropiezos, como mis fallas en los videojuegos y otros juegos adolescentes. Era muy malo en todo lo que hacían los demás. Ya había firmado mi retiro del fútbol a los diez años antes de tener algún tipo de fractura o discapacidad que imposibilitara mi desempeño como futbolista.
Esta jugada implicaba que me elevase con mis zapatillas Nike Air Jordan, realizando una jugada espléndida. Sin embargo, el planeta continuó girando alrededor de su eje y en mi contra por efecto de la gravedad planetaria y pareció que los jugadores se quedaban detenidos en el tiempo, por lo que no lograron tocarme. Fue un momento casi mágico que sucedió como en cámara lenta; tal es así que perdí de vista el cesto y llegué a distinguir a la amiga de Fiorella. Es entonces que, al tratar de verla, caí sobre el piso y me golpeé el codo izquierdo. Lo único que pude ver en los siguientes segundos era sangre en mi brazo por una gran herida y muchas risas por la ridícula caída. Un nuevo momento que contribuiría a mis futuros traumas por la burla de mis compañeros de juego.
Volví la mirada hacia Fiorella y su amiga, que era casi de su estatura. Ellas empezaron a retirarse del lugar mientras que el resto se reía de mí. Desconocidos que recién tomaron conciencia de que el básquet también era un deporte riesgoso. Es entonces que yo también decidí retirarme de aquel juego, firmando mi retiro del básquet al llevarme la pelota que no hacía mucho había comprado. Los deportes solo implican violencia y caídas. No dudé en volver a casa con una nueva herida pero sin la pelota porque la dejé tirada en el camino. Esta herida era diferente, marcaba la fecha en la que dejé ese deporte.
Fue una larga caminata hacia el oeste en la que tuve tiempo suficiente para observar la herida. Es entonces que, antes de llegar a mi hogar, mi vecina me presenta a su nueva amiga en la esquina de su casa.
─Hola.
─¿Cómo estás? Ella es Rosa de Colombia ─dijo, mientras sonreían.
Por un instante pensé que se burlaban de mi caída. Sin embargo, me di cuenta de que Fiorella tomaba su papel de Cupido en mi vida.
─Te vimos hace un tantito ─dijo la colombiana.
─Mucho gusto ─contesté.
Era la primera persona que conocía del extranjero. Miraba su vestimenta de manera discreta. No vestía colores oscuros como La Dama del Ajedrez. Por el contrario, llevaba una casaca amarilla que la hacía parecer diferente a otras personas. Su cabello claro y suelto tocaba aquella casaca deportiva que le quitaba brillo a sus labios. Es entonces que empezamos conversar más sobre ella y mi cómplice, sin mayor titubeo, hizo lo mismo que solía hacer cada vez que me presentaba a sus amigas. Nos dejó solos.
Conmigo llevaba un walkman con audífonos independientes, uno para cada oído. Su curiosidad por conocer aquel extraño aparato japonés con baterías recargables y saber qué música escuchaba la hizo extender su mano sobre mi hombro y me quitó el audífono de la oreja. Ahí sentí demasiado cerca su respiración y empezamos a escuchar la misma canción. [Jesus Jones – Right Here, Right Now]. Le dije:
─Son unos muchachos ingleses y me gustaría ser algún día como ellos o como los EMF ─expliqué con cierto nerviosismo por su cercanía.
─No es la música que suelo escuchar ─me indicó con un acento extraño a mis sentidos.
─¿Qué grupos te gustan?
─Me gustan la salsa y las canciones de Jerry Rivera.
─A mí no me gusta la salsa. No sé bailar salsa.
─Te podría enseñar ─dijo mientras sonreía.
Es entonces que continuamos escuchando mis canciones y ella trataba de no entenderlas. Era música demasiado compleja para alguien acostumbrado a géneros latinos. Solo permaneció sentada a mi lado en aquella esquina. Me contó la razón de su permanencia en la ciudad y, por coincidencia, tan cerca de mi casa. Su padre era de Perú y su madre de Colombia. Los motivos de su viaje no los entendí en ese momento. Sin embargo, solo deseé seguir sentado a su lado y escuchar cualquier música. Esa tarde continuamos conversando en aquella entrada a una casa azul frente al parque donde ella vivía.
Pasaron los días y yo no estaba dispuesto a dejar de escuchar mis grupos favoritos por música latina-tropical y la salsa que solía gustarle. Como ya no iba a jugar básquet, por muchas semanas nos seguimos viendo a escondidas. Cuando no podíamos encontrarnos buscábamos a Fiorella para que ella nos ayudara a encontrarnos. Cuando no encontrábamos a nuestra amiga en común, preguntábamos a los vecinos sobre nosotros. Nadie nos daba una respuesta clara pero cierta desesperación en nuestras búsquedas y el notorio interés hicieron correr los rumores de que los dos éramos algo más que dos adolescentes que solo conversaban y compartían audífonos. Ese rumor por el momento no había llegado a los oídos de su madre y sus hermanos que también vivían en aquella casa blanca.
En las tardes, a partir de las cinco, permanecía parado por horas en la esquina de la casa de Fiorella. Esperaba que La Colombiana terminara con sus tareas escolares; así podíamos jugar a ser adolescentes. Sin embargo, aquella vez que me sentí casando de esperarla sentí su voz y su mirada. Era ella que llegaba de su escuela. Allí recién tomé conciencia que estudiaba en el turno tarde de su colegio.
A partir de ese día no podía esperarla hasta el momento que llegara, porque eran pocos los minutos que teníamos para conversar desde esa esquina hasta la puerta de su casa. Solo eran dos cuadras para conversar rápidamente acerca de nosotros. En los siguientes días fui a su colegio a esperarla a su salida. Algunas veces esperaba dos horas y trataba de observar el interior de su colegio por los orificios que marcaban las puertas para tratar de encontrarla. Una vez ingresé infiltrado como un alumno de ese colegio sin que ella se diera cuenta. Al encontrarla pudimos regresar juntos hasta nuestro parque.
El regresar a casa con ella por las tardes se hizo casi habitual. Un día, mientras caminábamos por un parque con un piso en forma de rompecabezas, nos sujetamos las manos y seguimos conversando de aquello que marcaba nuestro camino por aquellas calles. Caminábamos siempre hacia el oeste durante el ocaso y disfrutábamos el atardecer.
Yo estudiaba en las mañanas desconcentrado de las enseñanzas y ella estudiaba en la tarde a la espera de mi llegada a su colegio. Gracias a nuestros encuentros tuvimos la gran oportunidad de apreciar los mejores paisajes formados por las nubes y el sol que se ocultaba en el horizonte. Nunca pudimos tomar una foto de aquello y de nosotros juntos; aquella prueba que calmaría las voces que susurraban que éramos dos adolescentes enamorados. Esas imágenes imposibles se quedaron y marcaron nuestras mentes.
Una noche fue a buscarme a mi casa. Me dijo que pronto tendría que regresar a Colombia y que debíamos dejar de vernos para que la despedida no fuera tan dolorosa. Es entonces que entendí que las historias bonitas podían tener un final. No me agradó esa idea y tuve la inusual idea de no creer en lo que me decía sobre su viaje. Cerré mis oídos y mi mente cuando volvía a terminar conmigo por su pronta partida.
Habían pasado varios días y meses pero continuábamos caminando de la mano hacia el oeste donde se encontraban nuestras casas; yo trataba de no mirar hacia el norte porque sabía que algún día ella tomaría ese rumbo, más allá de cualquier frontera.
Rosa era una persona que no expresaba su dolor con palabras. Solo lanzaba una sonrisa bonita para expresar su peculiar tristeza. Nunca la había besado y abrazado hasta ese momento.
Luego de varios meses volvió a aparecer Fiorella con el hermano mayor de Rosa, a quien no conocía; nos acompañaron en una conversación con bromas frente a la casa de los hermanos colombianos. Fue entonces que me percaté del interés del hermano colombiano por la pequeña de los ojos verdes, porque sugirió que jugáramos a la botella borracha. Presentí que en algún momento él tendría que ganar y yo perder. Con él nunca tuve algún tipo de discusión ni conversación; creo que ignoraba de su existencia y él ignoraba de todo lo que Rosa y yo vivíamos día a día.
El hermano giró la botella y le tocó ordenar a mi cómplice.
─¡Tienes que besarlo a él! ─exclamó mientras me señalaba a mí.
Fiorella y yo nos quedamos sorprendidos de la peculiar decisión. Hasta ese momento no había besado a La Colombiana. Solo caminábamos juntos. Es entonces que ella se puso de pie y con cierta molestia por la situación anunció su retiro del juego. Ante esto mi cómplice recomendó que el castigo fuera ocultado con la casaca amarilla como una especie de manto. La prenda no dejó ver que durante la ejecución del castigo ella solo me tocó el rostro con su mano y me sonrió frente a los ojos.
Luego del supuesto beso, Fiorella giró la botella. Le correspondía ordenar a Rosa. Ella decidió que su hermano besara a nuestra amiga; de esta manera calmaría a la bestia adolescente incomprensible. Ambos empezaron a besarse debajo de la casaca. Quizá solo se vieron las caras; no lo pude divisar por el nerviosismo que imponía ese ritual para mí. Pero cuando le correspondió ordenar a Fiorella, le indicó a La Colombiana que me besara. Ella se puso de pie como cuando anunció su retiro, pero esta vez se acercó y me tomó la mano. Allí sucedió lo mismo de aquel día que la conocí al momento de la caída: todo empezó a ocurrir como en cámara lenta. En realidad, todo fue tan lento que nos besamos con mucha pasión como si fueran diez minutos de nuestras vidas. En ese instante nos dimos esos besos que deseábamos ambos frente a la caída del sol en el ocaso que iluminaba nuestro camino de regreso de su escuela. Alguien retiró el manto y continuamos besándonos, marcando y sellando ese momento con una caricia en nuestros rostros. Era nuestro momento para empezar a ser felices.
De la clandestinidad pasamos a la luz de los faroles nocturnos que nos indicaban que en las noches también podíamos ser felices porque ella iluminaba mis labios y mi rostro con su cariño y pasión. Terminamos el juego y cada uno se retiró a su casa.
No pude dormir; encendí la música y escuché el mismo disco toda la noche [OMD – Sugar Tax]. Algunas canciones con sonidos espaciales me ilusionaban en viajar con ella al espacio a la búsqueda de nuestros besos imposibles, aquellos que solo pasaban en nuestros sueños mientras nos sujetábamos de las manos. Yo escuchaba y cantaba [OMD – Pandora’s Box]:
“Born in Kansas
On an ordinary plain
Ran to New York
But ran away from fame
Only seventeen
When all your dreams came true
But all you wanted
Was someone to undress you […]
And it’s a long long way
From where you want to be
And it’s a long long way
But you’re to blind to see”.
También tuve la idea de irme a su país en caso de que ella lo hiciera. Poco me importaba mi familia y mi futuro por cuanto solo pensaba en ella y mis canciones. Pensaba en aquellos días que caminamos y perdimos la oportunidad de darnos un beso para seguir conversando de nuestros sueños. Aquellos en los cuales nos veíamos juntos. Una vez que concilié el sueño, sentí que ella era mi musa inspiradora.
Al día siguiente no pude ir a su escuela. Creo que me había cansado de caminar tanto con ella. En la noche fui a buscarla a su casa y la encontré vacía. Había un letrero:
«SE ALQUILA – TELÉFONO: 466-8125»
─¡La Colombiana se ha ido! ─grité.
─Tranquilo. Conozco a una chica que estudia con ella y vive por el parque Los Tulipanes ─dijo Fiorella.
─Vamos a buscarla.
Aquella chica tampoco sabía dónde encontrar a Rosa. Entonces volvieron las burlas de los excompañeros del básquet y fútbol, que me señalaban como el nuevo solitario de siempre. Poco conocía de su partida; mi decisión de ignorar la realidad no me permitió escucharla cuando decía que algún día tendría que alejarse de mí.
No dormí todo el fin de semana escuchando las canciones que compartimos y que ella jamás prestó atención por escucharme a mí y sentir mis frías manos que se convertían en su mejor juego, al tratar de jugar con mis dedos. Siempre supe que no le gustaban mis canciones pero creo que ella disfrutaba nuestra cercanía con el único audífono, el cual generaba nuestro acercamiento y nos permitía no tener más miedos adolescentes. Parecíamos la imagen de la dama y el vagabundo conectados con el espagueti pero con un cable estéreo.
Llegó el día lunes y fui a su escuela para encontrarla. Allí me narró el gran castigo por culpa de su hermano mayor, quien la acusó con su madre de tener un enamorado. Su madre decidió emprender la mudanza inmediata y el alejamiento de aquello que significara un adolescente enamorado de su bella hija. Cuando la conocí, ella vivía a la espalda de mi casa. Su mudanza me obligaría a caminar más, por lo menos cuatro horas hacia el este. Mi batería musical no duraría tanto. En algún momento las canciones se acabarían para regresar. Casi al llegar a su nueva casa me suplicó que no la acompañase tan cerca. No intenté besarla, solo intenté no extrañarla.
Ella, por su parte, intentó silenciar sus gritos de liberación al tocar mis manos, diciéndome:
─No te preocupes, nos volveremos a ver.
Un día no la encontré en la escuela y fui a buscarla a su casa; tuve el valor de tocar la puerta y preguntar por ella. Me atendió su madre y me permitió conocer su morada transitoria. Fue entonces que me dijo que a Rosa le había afectado la mudanza porque había salido muy mal en la escuela. Entre líneas me decía que yo había ocasionado su bajo rendimiento escolar. Sin embargo, noté algo de tranquilidad en sus palabras mientras veía en mis ojos la desesperación por volver a sentir las manos y labios de amor de su hija. Entonces pude verla y le pedí permiso a la señora para poder conversar con Rosa. Una vez que volví a ver el brillo de sus labios, salimos a caminar por aquellas calles húmedas que provocaban una extraña alergia en mí.
Pasamos unos momentos juntos; se acercaba la navidad. Para esa ocasión escribí una carta de despedida que le entregaría antes de emprender mi camino. Entonces escribí algo llamado Carta a Papa Noel y le regalé un brillo labial que Fiorella me ayudó a escoger. En aquella carta escribí un inusual deseo de volver a tener la oportunidad de sentir su presencia.
La última vez que nos vimos no tuvimos un beso de despedida; a veces en mis recuerdos la veo llorar de manera desconsolada pero mis recuerdos luego me traicionan y también la veo sólida con su tristeza, decidida a partir lejos y sin mí. Esa última vez solo nos miramos, ya no era la misma persona que conocí aquel día de la herida en mi codo. Nos soltamos las manos y me retiré, me alejé de su nueva casa sin voltear por miedo a querer regresar en el tiempo y cambiar los momentos musicales por más besos. Al poco tiempo ella regresó a su país. Yo continué amando con mis canciones.
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Relato incluido en el cuento «Las malas compañías».
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