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Escritura y música

En este espacio se encuentra una infinita interacción entre versos y canciones

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relato musical

#Relato: Las luces y el silencio

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Las luces nocturnas de esta ciudad encierran un miedo socavado y cada historia conduce a finales inciertos, inevitables y otros deseados. Cada lugar posee un misterio, una magia, la señal de un sueño y un deseo materializado. La noche hace que la música encierre cada uno de mis sueños.

La garúa cae sobre esta ciudad. Cada farol encierra una luz distinta. Cada paso es una aventura inesperada y un silencio continuo a la espera de la siguiente canción. En esta calle solo están los sonidos del viento y esa canción que se ha repetido cada día. Ya no deseo volver en el tiempo porque ahora sé que todo lo que sucedió fue porque yo lo hice.

El silencio es complejo. En cada silencio hay un suspiro y una pasión. El silencio es mi compañía pero no mi aliado. La música envuelve cada lugar que veo y siento, cada deseo y pasión por ti. Cada canción es una caja donde reposa todo lo que significa sentir en estos días. Las luces se apagan, el silencio apaga cada luz de esta ciudad, pero la canción continúa. El silencio no es de héroes y tampoco de nosotros. La garúa también es mi destino. Mis pasos son señales que dejo en este tiempo para ti.

Esta calle silenciosa donde te vi por última vez sabe de mi dolor y mis pensamientos. Quisiera volver a soñar y poseer esa habitualidad para dibujar cada uno de mis caminos y así me puedas encontrar antes de mi alegría. La felicidad es el último segundo de vida donde se recuerda todo lo que destruyó al silencio. Entonces, la felicidad es una canción.

Recuerdo su mirada. Ahora solo quiero cerrar los ojos y soñar que ella y yo caminamos por las calles donde el silencio no interrumpe el tiempo.

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Extracto de la novela corta: Canciones para escapar

Disponible gratis hoy 27 de noviembre por Black Friday

#RelatoCorto: Loveless

Loveless

Loveless también es el nombre de una canción y de un disco que cada noche se repite en el equipo. Sentado en aquel deslucido sofá, el hombre escucha su música envolvente y canta una canción acerca del tiempo. Es un shoegazer y se siente solo y lejano de conciertos en otras ciudades.

Una ráfaga de viento entra a la habitación y sacude su largo cabello oscuro y su camisa negra se ajusta a su dorso. En sus ásperas manos lleva una guitarra eléctrica y sus penas desaparecen cuando la rasga. Ahora observa hacia la calle y piensa en esa mujer prohibida a la que no le gustaba su música.

─¡Deja de hacer ese maldito ruido!  ─grita alguien de pronto.

Deja la guitarra a un lado y se viste para salir. En las calles no encuentra ninguna señal para él. Solo percibe nombres de personas, cafés y calles con nombres de combatientes de la guerra con Chile. Busca en su bolso unos cigarrillos y se dirige hacia un mirador. Quiere pasar allí la tarde.

Camina por una acera con piedras talladas en forma de ladrillos que muestran el fin de un camino. En el suelo yacen moras que no fueron recogidas. Parece un lugar de suicidas o de encuentros furtivos, o tal vez un aposento de hombres destruidos. Los arbustos se mecen con la brisa del océano y los asientos de madera muestran versos mágicos que crearon sueños y apagaron vidas. Aquel lugar ha sido testigo de encuentros y despedidas al mismo tiempo. Ahora solo queda el silencio.

En un rincón hay una mujer atractiva en cuyo rostro se esconden intrigas. Se acerca a Loveless.

─Te he estado esperando ─le dice ella.

─Solo pude venir caminando ─contestó él.

─La próxima vez no demores, no hay mucho tiempo.

─Solo pude caminar.

Ella le acaricia las manos. Luego le acomoda la camisa. Ambos escuchan el entrechocar de las olas con más detenimiento. Es un sonido profundo. Sus miradas se adecuan a los lentos movimientos de las olas; el agua se refleja en sus ojos. Los recuerdos se unen en aquellos momentos mágicos que se dieron solo en cada noche de luna menguante.

─¿No quieres decirme algo? ─le pregunta la mujer.

─Solo vine a verte.

El atardecer se termina. En el horizonte el mar acaricia el sol. En ese instante él extrae de su bolso unas cartas.

─¿Por qué me devuelves esto? ─se sorprende ella con un estremecimiento.

─Deberías leer lo que me escribiste hace un tiempo. Quizá te ayude a sentir como antes.

─¿Estás devolviéndome mis cartas?

─No, solo te las presto ─le dice y le acaricia el rostro─. También he traído una fotografía para ti.

En la imagen ambos aparecen juntos. Las luces de los faroles recaen en esa escena que es la única evidencia de su relación.

─Ya es de noche, debo irme ─dice ella.

─¡No! ─exclama él─. ¿Cuándo llegará el día que tengas más tiempo para mí?

Loveless decide marcharse por ese camino empedrado. Se da media vuelta sin decir otra palabra y sin ninguna pena. La mujer se queda con la foto, las cartas y una nueva soledad.

Loveless llega a su habitación llena de recuerdos, cigarrillos y pastillas en el suelo. Enciende el equipo de música y observa otra fotografía de ella. En la expresión de su rostro halla la felicidad de no estar solo.

 

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Loveless es un relato corto que se encuentra dentro del cuento «Canciones para escapar«. Disponible en Amazon.

http://goo.gl/rLGe9m

 

Lectura previa: Las malas compañias

El presente relato es un extracto del cuento Las Malas Compañías

Disponible en formato digital en Amazon & Itunes:

http://www.amazon.com/Malas-Compa%C3%B1ias-Spanish-Gonzalo-Castro-ebook/dp/B00W3J07Y0/ref=asap_bc?ie=UTF8

 

Las malas compañías

Empezaba a sentirse frío en aquellos días. Una casaca de cuero de color negro, un jean negro, zapatillas negras importadas con cápsulas para poder caminar por un largo trayecto. Lo mejor para una cita adolescente en esos días. Mi emoción por aquella cita comenzó cuando ella colgó el teléfono y lo último que dijo fue “No te demores porque va a llegar mi hermana mayor”. Por la prisa que me invadía no pude decir o expresar mi emoción y tampoco pude escuchar la frase completa.

Levanté el walkman que se encontraba en el suelo y encendí la música personal. Sonaba [The Pretenders – Night In My Veins]. Era la canción que me gustaba bailar en mi habitación con mi guitarra imaginaria en esos días. Luego me di cuenta de que había empezado a caminar desconcentrado en mis ilusiones. A pesar de mis lagunas, encontré dinero tirado en el piso y lo recogí. Era una buena señal. Fue lo que sentí al ver que se trataba de un billete doblado de cien soles. Esta señal me dio la esperanza de que yo tendría una cita con un final feliz.

Empecé a creer más en eso llamado destino. Antes no tenía suficiente dinero para ver una película en el cine acompañado por alguien. Gracias a esta casualidad tendría dinero suficiente para tomar un taxi y no esperar el último ómnibus para regresar a casa como polizonte. Mis sentimientos por aquella niña de cabello y ojos claros, y que también vestía colores oscuros, me decían por dónde seguir caminando. En un principio sentí que encontraría más dinero porque fue algo inesperado pero ya había llegado a su casa. Me gustaba porque parecía una punk rocker pero creo que ella no lo sabía.

Toqué la puerta y nadie contestaba. Eran casi las siete de la noche y el sol huyó de mi indumentaria nocturna. Mientras esperaba a que ella saliera, me tomé un momento para apreciar las baldosas de aquella casa entre la vereda de la calle y la puerta principal. Aquello parecía un tablero de ajedrez y empecé a evocar cómo había empezado ese camino, cómo empecé a interesarme en ella; solo encontraba una explicación a ese momento. Yo parecía un rockero frustrado bajo el yugo de mis padres y pensé que ella sería una admiradora de mis canciones que cantaba en el teléfono. Ella era la única que soportaba escucharme. A veces no había electricidad por esos días pero sí teníamos línea telefónica. La oscuridad era el acompañamiento perfecto para conversar y hablar sobre nuestros sueños e ilusiones. Recordar solo esto ya me hace plasmar una sonrisa. La oscuridad era un motivo suficiente para buscar una buena compañía.

Entonces escuché su voz algo elevada. “¡Ya estoy bajando!”. Era ella con su mismo peinado de siempre que le cubría parte de los ojos y vestida de negro. “¡Vaya coincidencia!”, pensé. Sin embargo aún no la veía; solo escuché su voz y ya sabía cómo estaría vestida.

Dejé de mirar las baldosas, levanté la mirada, no tenía una cabellera larga que taparan mis ojos; por el contrario, tenía un corte cuasi militar gracias al legado de un tío. Es entonces que veo a un sujeto parado en la puerta que era casi de mi estatura, destinado a llevarse mi lugar y protagonismo aquella noche. Vestía un jean celeste claro y una camisa blanca. Ambos nos encontrábamos parados frente a frente con una distancia de cinco metros de separación, teníamos unas ocho casillas de separación, parecíamos dos reyes en un tablero de ajedrez por el contexto de la entrada con las baldosas cuadradas. No había más fichas; técnicamente eran tablas hasta que me di cuenta de que no era un juego de ajedrez. Parecíamos dos pistoleros del Viejo Oeste esperando a jalar el gatillo. Cuando me percaté de esto, él disparó vociferando:

─¡Tú eres el que ocupa siempre la línea telefónica! ─gritó.

─Solo vengo a buscar a Karina ─contesté, y pensé en mi siguiente movimiento como buen campeón de ajedrez en torneos infantiles.

─Cada vez que llamo a mi novia encuentro la línea ocupada ─dijo.

El sujeto se acercó una casilla pero fue detenido por ella, que salió de la casa. Lo empujó quizá por el deseo de ir a ese cine al que siempre planeamos ir y nunca fuimos.

Ella se quedó a su lado, parecía una reina cautiva del ajedrez. Entonces el caballo disfrazado de alfil se puso más agresivo con sus palabras y apareció su verdadera reina, la hermana mayor que era muy parecida a la reina de negro pero que por casualidad estaba vestida completamente de color blanco. Ella sujetó a Karina y al rey blanco que al final parecía un peón por cuanto parecía discutir solo y sin hacer mayores movimientos en su casillero. Este último adujo que yo era una mala compañía. Al escuchar esta frase decidí alejarme de esa casa y abandonar el tablero; continué caminando hacia el sur. En el fondo escuchaba la floja y desganada voz de ella que exclamaba:

─¡Él es mi amigo!

─Adiós, Fernanda ─susurré, porque era el nombre que ella hubiese elegido.

No estoy seguro de si yo era la única persona que sabía eso pero solo yo sabía que tal vez me había entusiasmado demasiado y a la vez desilusionado. Nunca le dije a ella sobre mis sentimientos. Solo fue una pasión oculta y silenciosa que se desató en cada una de mis visitas a su casa luego de la escuela.

Por un momento me sentí triste y apenado porque nuestra primera cita se frustrara de esa manera. En mi niñez había participado en campeonatos de ajedrez en el parque Esteban Canal y en el Centro Comercial Camino Real, pero nunca me topé con ese tipo de situación: abandonar una partida. Menos aún con sujetos agresivos como ese. Hubo partidas con un reloj que contabilizaba el tiempo para preparar una jugada pero nunca partidas tan cortas como esta. Este tipo era un abusivo que no era ningún modelo a seguir en mi filosofía adolescente pacífica de coexistencia.

El único confort que sentía era el haber ganado algo de dinero para tomar un taxi. Era momento de dejar de caminar casilla por casilla, era el momento de saltar casillas para poder llegar a mis expectativas. Era momento de ir más rápido e ir más allá de mis tontas ilusiones. Por un momento pensé en regresar pero eso iba a ser peor, no quería generar un mayor problema y malograr los gratos recuerdos de ella que, cuando no hablábamos por teléfono, la podía visitar luego del colegio, nos sentábamos en la puerta de su casa y conversábamos horas sobre los casilleros, a veces en uno de color negro o en otro de color blanco. Por lo general charlábamos sobre nuestras coincidencias y de lo poco que habíamos vivido. Quizá solo pensábamos en voz alta sobre nuestro futuro cada uno por su camino y sin la compañía de alguien más.

Estaba cansado de verla siempre con ese tipo de amiga que la cuidaba. Aquella que llegaba de casualidad e interfería en nuestras conversaciones. Prefería verla sola y sentada en las baldosas a un casillero de distancia o a veces sentada en una especie de banca compuesto de ladrillos que parecía el balcón de un castillo pero que formaba parte de su jardín. Siempre era agradable disfrutar de su presencia y su silencio que prestaba atención a cada historia que narraba, algunas reales y otras fantasiosas como esta. Mientras conformaba mis palabras e historias, ella miraba de forma pausada mis ojos y mis hombros. Cada vez que hacía una pausa en mis relatos, ella acomodaba su cabello lacio detrás de sus hombros: magia adolescente que me inspiraba a ser músico o artista y dejar mis estudios.

El taxi se detuvo a una cuadra de mi casa. No quería que supieran que tenía dinero extra porque lo usaría para comprar algo de música. Algo de buena música que salió el año 1993. Empezaría un nuevo vicio, coleccionar discos de música, y dejaría aquellos instrumentos que jamás pude tocar bien por ser descoordinado con mis manos y sentidos. A veces sentía que mis sentidos iban más rápido que mis manos y pies. Quizá esto fue gracias al ajedrez. Al guardar el dinero restante en mis bolsillos, me di cuenta de que por primera vez tenía la llave de mi casa. Era bueno usar los jeans de mi hermano mayor y, sobre todo, haber llegado a su estatura para también usar sus zapatillas importadas. Abrí la puerta y sentí que no solo había encontrado dinero aquel día.

En mi tristeza me consolaba pensando que también había encontrado la clave de la libertad adolescente. Escapar de una pelea, perder a la chica que te gusta y mentir a tus compañeros que tuviste la cita perfecta era lo importante en ese momento.

Entré a mi casa mientras escuchaba [Tom Petty – Learning To Fly] con mi guitarra imaginaria; escuché que sonaba el teléfono pero no era ella. Pensé que la iba a olvidar pero no sucedió.

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